miércoles, 8 de junio de 2016
¿Por qué estoy a favor de abolir la prostitución?
La prostitución es una práctica por la que los
varones se garantizan el acceso grupal y reglado al cuerpo de las mujeres.
El patriarcado es un sistema simbólico complejo y
rizomático, que moldea los cerebros y los cuerpos mediante un complejo
entramado de leyes escritas y no escritas, prescripciones, ideales, modelos e
instituciones dirigidos a la dominación de los hombres sobre la mujeres, con el
objetivo de que el mundo les sea más confortable a los primeros, que ostentan
el poder a costa de la sumisión de las segundas. Se instituye cuando la
diferencia anatómica y las diferentes funciones del hombre y de la mujer en la
reproducción se convierten en desigualdades, y se despliega el edificio de la
dominación, haciéndose los hombres los dueños del discurso que sanciona una
división del trabajo que se transforma en diferencia de poder. El paso de la
diferencia a la desigualdad.
En ese sistema, como bien señala Almudena Hernando,
los hombres desarrollan una fantasía de identidad racional e independiente, levantada sobre otra que se
atribuye a las mujeres: una identidad relacional y dependiente. Lo que quiere
decir que la primera – los hombres– ostenta los atributos de la razón, el
pensamiento abstracto, la negación de las emociones y una fantasía de independencia afectiva que se apoya en la
posesión de la mujer, cuya identidad relacional la convierte en alguien que sí
se detiene en los vínculos, que se ocupa del cuidado y de las funciones de
crianza. Esto que podría parecer obsoleto, no lo es.
Pero, no se espanten, sigan leyendo, queremos llegar
a la prostitución.
El patriarcado atribuye a hombres y mujeres unos
deseos sexuales distintos, en lo que se ha llamado “doble moral sexual”; en
ellos un predominio del deseo sexual, imperioso e irrenunciable (Foucault ya
nos advirtió de este subrayado de la sexualidad con funciones de dominio y
poder); para ellas una sexualidad muda, heterodesignada por el patriarcado
(dictada por ellos para que cumplan sus deseos, silente), que se expresa en dos
figuras del imaginario de todos los tiempos: la mujer madre, asexuada y dócil
al deseo del hombre, y la mujer libidinosa, rijosa, la mujer degradada, la
puta. Los hombres quieren poseer a las
dos para satisfacer un doble deseo jánico: con la mujer- madre- esposa
sus necesidades de intimidad, seguridad, protección de sus hijos y de sus
bienes, respeto en la comunidad, cuidado de las emociones y del vínculo (que
reniegan, no obstante, en público); con la mujer-puta para descargar sus
demandas sexuales, que se naturalizan, como dije, como imperiosas (no las puede
sublimar, reprimir, negociar) e irrenunciables.
Nadie se interroga sobre la abstinencia sexual de las
mujeres, pero los ejércitos de todas las guerras han llevado consigo una legión
de esclavas sexuales para contentar a los soldados, práctica que aún persiste
hoy en Boko Haram y el ISIS; porque nadie se interroga, tampoco, sobre sus
supuestas necesidades “biológicas” (y aquí lo biológico justifica demasiadas
cosas) de sexo. Violadas, esclavizadas, prostituidas, las mujeres son tomadas
por los hombres para su propia satisfacción, reificadas, convertidas en cosas,
en instrumentos y mercancías utilizados a su antojo.
Por eso estoy a favor de abolirla, porque la prostitución
humilla a todas las mujeres, como humillaría a los hombres la generalización de
la prostitución masculina. Nos humilla porque nos convierte en mercancía,
porque su mera existencia naturaliza la dominación de los hombres, confirma una
sexualidad que puede llegar a servirse de la violencia, del incesto (hay muy
pocas mujeres incestuosas) o de la esclavitud, de la trata, para satisfacerse…
a costa de la dignidad y la integridad de las mujeres.
Hay algunas personas e instituciones que respeto
(como Amnistía Internacional) que están a favor de legalizarla, argumentando
que la regulación y la protección que aportaría dicha legalización ayudará a
las prostitutas. Pero no estoy de acuerdo con ese argumento, porque la
legalización legitima el sistema que he expuesto, y mi postura es que hay que
demolerlo poco a poco, pues una sociedad igualitaria no puede aceptar la
prostitución.
La abolición de la esclavitud fue un problema para
muchas personas... pero hoy nos vanagloriamos de que la humanidad haya
establecido la igualdad de todos los seres humanos, y prohibido la explotación
de unos sobre otros.
No creo, tampoco, que la prostitución se diferencie
demasiado de la trata; en la trata el proxeneta ejerce la violencia sobre la
esclava sexual, despojada de derechos,
la aísla y esclaviza, y en la prostitución es la estigmatización social
quien hace el mismo papel de marginarla y excluirla, encerrándola en el mundo
de los “bajos fondos” (tomo el apelativo que utilizó Gorki, y luego las
adaptaciones al cine de Renoir y Kurosawa), del que difícilmente la prostituta
puede salir.
A pesar de los conocidos argumentos sobre la
estimación de que siete de cada diez mujeres no ejercen la prostitución a la
fuerza, sino voluntariamente; argumentos que acusan de paternalismo y machismo
a la postura abolicionista que defiendo aquí, pues según estos iría en contra
de la decisión de esas mujeres de dedicarse a ese menester; a pesar de que se
objete que no se venden ellas, sino que prestan momentáneamente su cuerpo, como
hacemos todos en el trabajo, para beneficio de otros, mi objeción se apoya en
el hecho de que, según mi experiencia con transexuales que se prostituyen, y
alguna prostituta, ninguna mujer “elige” ejercer la prostitución en el sentido
radical del término elegir: Escoger, preferir a alguien o algo para un fin. No
creo que, si puede evitarlo, una mujer elija la marginalidad, la vergüenza
social propia y de los suyos, la clandestinidad y el secreto respecto de su
trabajo; elija la sospecha y las miradas de los otros cuando intuyen que “vende
su cuerpo”. Ninguna prostituta va diciendo tranquilamente que lo es o lo ha
sido, excepto algunas que han triunfado en los medios precisamente por
subrayar, con carácter reivindicativo, su historia (pensamos en Virginie
Despentes, por ejemplo). Las prostitutas no declaran su trabajo porque no es
algo de lo que se enorgullezcan, porque se trata de un trabajo y no de una
profesión que dote de dignidad y de una inserción en el mundo a quien la
ejerce.
Estoy a favor de abolir la prostitución porque quiero
para las mujeres el orgullo y la dignidad de profesiones que merezcan el
respeto de la sociedad, y no el rechazo y la ignominia.
Estoy segura que la abolición de la esclavitud fue un
problema para muchas personas: negreros, amos de plantaciones, capitanes de
barco, los propios esclavos desubjetivizados, sin apenas experiencia de ejercer
su libertad, asustados ante el abismo de la independencia. Un problema que
requería múltiples soluciones para ser resuelto. Pero hoy nos vanagloriamos de
que la humanidad haya establecido la igualdad de todos los seres humanos, y
prohibido la explotación de unos sobre otros. Es cierto que sigue existiendo en
algunos lugares esa explotación, pero el ideal de igualdad nos hace juzgarla
como una anomalía, una enfermedad social que hay que seguir combatiendo. Del
mismo modo habría de suceder con la prostitución: deberemos tratarla como el
exponente de un sistema de desigualdades hombre-mujer que ha naturalizado el
uso sexual de unos sobre otros, y defender el fin de ese orden de cosas,
estableciendo sucesivas regularizaciones de las contradicciones que surjan con
la abolición, en un progreso que tenga una dirección clara: la dignidad del
cuerpo de las mujeres y de los hombres y una concepción de la sexualidad
distinta a la que el modelo patriarcal ha impuesto hasta ahora.
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