lunes, 26 de marzo de 2018
El 8M y la centralidad del cuerpo
El cuerpo
se ha entendido como un campo de batalla violentado y agredido, como fuente de
subjetividad y de procesos identitarios, y como la prueba irrefutable de
nuestra necesidad de cuidados.
El 8M ha
sido un éxito sin paliativos. Un éxito que ha superado las previsiones más
optimistas y que ha sorprendido incluso a quienes seguían muy de cerca la
convocatoria. La movilización de las mujeres ha dejado fuera de juego a buena
parte de los partidos, a quienes intentaron demonizarla y fragmentarla, y a
quienes no supieron calcular sus dimensiones.
En este 8M
ha quedado claro que la vivencia colectiva de las mujeres puede ser más
movilizadora que los discursos pretenciosos y las disputas vacías; que las
etiquetas que las dividen entre trabajadoras y “no trabajadoras” empiezan a ser
irrelevantes; que la caricaturización del feminismo, el paternalismo soberbio y
la violencia dialéctica de columnistas y medios de comunicación, no tenían
ningún recorrido. Todos han claudicado. Las mujeres han demostrado que los
sindicatos de las dos horitas, las habían infravalorado. Que hoy el mundo del
“empleo” no es la única fuente de socialización, que las identidades no son
rígidos compartimentos laborales, y que no puede seguir obviándose el carácter
patriarcal de nuestro sistema productivo.
La
política institucionalizada, en sus diferentes formatos, se ha descubierto
incapaz de prever y canalizar la protesta, y, en muchos casos, también incapaz
de comprender el tejido de lo común que tenía por delante. Las mujeres han
optado abiertamente por una conexión y una interacción no mediada.
Entre
otras cosas, el 8M español ha sido la respuesta a muchas de las preguntas y
carencias que no ha sabido solventar el feminismo institucional. Un feminismo
que se ha ocupado de atender a las demandas de representación de las mujeres,
pero que no ha conseguido mejorar sustantivamente su situación global.
Como ha
señalado mi buena amiga Laura Gómez, en estos años, la agenda de igualdad se ha
centrado, sobre todo, en impulsar el acceso de las mujeres al mercado como mano
de obra barata y flexible, y en promover un cambio de valores que reconociera a
las trabajadoras como ciudadanas, subalternizando, colateralmente, a las que
“no trabajaban”. Las acciones afirmativas han acabado teniendo un impacto más
positivo sobre la competitividad del mercado que sobre el nivel de vida de las
mujeres, y, más allá de ciertos ajustes, no han logrado subvertir las
desigualdades que están en el origen de su discriminación y su opresión.
El 8M ha
clamado, además, contra un feminismo homogeneizador, abstracto y
desempoderante, que ha sido más sensible a los lobbies feministas que a su
reivindicación organizada. Estos lobbies de salón, que fueron útiles por un
tiempo, han acabado funcionando como el dique de contención de un feminismo más
materializado y relacional, que es el que ahora está liderando el nuevo asalto.
Las
temáticas movilizadoras del 8M marcarán el futuro de las mujeres en España, y,
en su mayor parte, se han articulado alrededor de la centralidad del cuerpo;
una centralidad que ha sido el fruto de un efecto mariposa y cuyo eco se ha
dejado sentir en lugares tan remotos como Italia, EEUU, Argentina, México o
Chile. El cuerpo se ha entendido como un campo de batalla violentado y
agredido, como fuente de subjetividad y de procesos identitarios, y como la
prueba irrefutable de nuestra necesidad de cuidados.
Hasta la
peineta de tener que estar a dieta / Yo elijo cómo me visto y con quién me
desvisto. Las mujeres se han alzado frente a la mercantilización del cuerpo
como objeto de reclamo, de intercambio sexual, agresión, explotación y
violencia sexual.
Las
limitaciones de la ley de violencia de género, que el Pacto de Estado ha
querido superar torpemente, su deficiente aplicación y las resistencias
judiciales de las que ha sido objeto, no han podido evitar que casi 1000
mujeres hayan sido asesinadas desde 2002-2003, ni que un 1,4 millones de
mujeres y niñas hayan sido víctimas de violencia sexual en este país. Los casos
de Diana Quer, Nagore Lafagge o de “la manada”, demostraron, además, que esa
resistencia era compartida por una buena parte de la sociedad que también se
ocupó de revictimizarlas. El hecho de que muchos casos de violencia sexual
afectaran, sobre todo, a chicas jóvenes, ha prendido en los centros de secundaria
y en las Universidades, alimentando la sororidad y la empatía de quienes se
pensaban seguras y protegidas. Quiero ser libre y no valiente / Sola y borracha
quiero volver a casa / Los violadores existieron antes que las minifaldas,
fueron eslóganes que se gritaron por toda España.
Con pene o
con vagina, mujeres combativas. El cuerpo se ha concebido también como una
fuente de subjetividad, de deconstrucción de identidades o de reivindicación de
derechos. Los procesos identitarios asociados al cuerpo, han sido la bandera de
una diversidad de género que se ha convertido en el caldo de cultivo de un
sinfín de delitos de odio. En 2016, los delitos de odio asociados a la
LGTBIfobia aumentaron en un 36%. La LGTBIfobia, la homofobia, la transfobia y
la bifobia, saltaron a las calles con el autobús tránsfobo de HazteOir, que
venía a echar gasolina al fuego y que fue objeto de una virulenta contestación.
Entretanto, el Orgullo se ha apoderado de las calles de las grandes ciudades
españolas, en un tono tan atractivo como empoderante. Y puede decirse, incluso,
que el feminismo académico más joven es hoy, eminentemente, queer.
No sé si
yo salí de tu “costilla”, lo que sé es que tú saliste de mi “coño” / No soy
Siri, búscate la vida / Manolo, hazte la cena tú solo / Te paso delantal, buen
negocio, nunca te faltará trabajo. El cuerpo como objeto de cuidados, la
apelación a la vulnerabilidad como un signo identificador de lo humano, ha
subrayado la relevancia de las mujeres, tanto en el ámbito reproductivo como
productivo, así como la dependencia que todos tenemos de ellas en su rol
tradicional de cuidadoras.
La
corresponsabilidad, el deber de cuidar, el derecho a cuidar y a ser cuidado,
nuestras plusvalías afectivas, han sido la cabeza de lanza de una narrativa
revolucionaria que bascula sobre las experiencias más cotidianas y concretas de
las mujeres. Y en este punto se han encontrado las abuelas, con las hijas y las
nietas ( Lo que no tuve para mí, que sea para vosotras, rezaban algunas
pancartas). La solidaridad de nuestras mayores, que sostienen a varias
generaciones con sus exiguas pensiones y que cultivan una cadena de cuidados
sin las que sus hijos ni siquiera podrían trabajar (aún en condiciones
precarias), comparte su raíz con la actual movilización de pensionistas que ha
superado ya todas las expectativas. Precisamente, esta misma crisis de cuidados
que suplimos con nuestras abuelas, ha visibilizado también a las migrantes
cuidadoras, infraciudadanas e inframujeres, de las que también dependemos.
Finalmente,
no hay duda de que esta centralidad del cuerpo está también relacionada con la
defensa de los comunes y con el papel protagonista que han jugado las mujeres
en la resistencia frente al expolio y las privatizaciones de los servicios
públicos. De hecho, no es casualidad que las organizaciones que en España han
luchado contra los desahucios y la pobreza energética, las que más han apoyado
las remunicipalizaciones de las fuentes energéticas y el agua, han estado
compuestas y lideradas, mayoritariamente, por mujeres (una pauta que podemos
encontrar en todas partes del mundo).
En fin,
puede decirse que el 8M ha sido el reflejo de voces diferentes y mil veces
contradictorias unidas por un relato y un horizonte común; conscientes todas
ellas de que la contingencia de un cuerpo puede ser el motor de la historia.
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