martes, 1 de agosto de 2017
Cuatro retos sociales ligados al debate sobre la gestación subrogada
Ante la repetición de mantras como “tener hijos es un
deseo, no un derecho” o “no alquiles vientres, adopta”, invito a incluir en la
agenda asignaturas pendientes para la promoción de la diversidad familiar y de
los derechos sexuales y reproductivos.
Aclaración previa: este artículo no pretende convencer
a nadie a favor de la regulación de la gestación subrogada ni en contra del
alquiler de vientres. Entre otras cosas porque yo misma no tengo una posición
definida. Sí que tengo clara mi desconfianza hacia una regulación que favorezca
el bien común y el respeto a los derechos sexuales y reproductivos. Lo que
pretendo es alertar contra argumentos de brocha gorda que están abundando en
los medios.
Resulta inevitable establecer paralelismos con el
debate de la prostitución. Entre otras cosas, porque el discurso feminista más
visible, el de #NoSomosVasijas, contextualiza la gestación subrogada en la
violencia patriarcal que explota y mercantiliza los cuerpos de las mujeres para
satisfacer deseos ajenas. Frente al riesgo de reproducir la misma polarización,
el mismo desencuentro estéril, animo a una actitud abierta a la reflexión y el
diálogo para poder encarar mejor un debate de una complejidad abrumadora.
Más allá de las soluciones concretas ante la realidad
de que miles de familias que han recurrido a la gestación subrogada en el
extranjero (o que la han llevado a la práctica de manera informal dentro de
nuestro país), creo que es interesante utilizar el debate del momento para
abordar cuestiones que no están en la agenda, ni tan siquiera en la del
feminismo. De eso va este artículo.
1. Asumir la infertilidad como un problema social
Uno de los mantras más repetidos en este debate es
que “tener hijos no es un derecho, es un deseo”. Esta afirmación, que a priori
yo también comparto, se utiliza para deslegitimar a las familias de intención
que reclaman una regulación de la gestación subrogada. Hay quien va más allá y
juzga ese deseo como “narcisista”. Esos juicios psicoanalíticos no suelen
incluir comentarios empáticos hacia las huellas emocionales que dejan
(especialmente en las mujeres) años intentando un embarazo sin éxito, los
resultados negativos en tratamientos invasivos y los abortos espontáneos.
Tener hijos no es un deseo como otro cualquiera. Es
un mandato social de primer orden. Es el destino que se sigue presuponiendo
para todas las personas. Nacer, reproducirse, morir. Ley de vida, nos siguen
diciendo. No querer tener hijos sigue siendo algo muy cuestionado socialmente
(cuando eres heterosexual, porque cuando sales del armario ya nadie te advierte
de que se te va a pasar el arroz); no poder tener hijos sigue siendo un
estigma. Y el estigma de la esterilidad está fuertemente ligado a la construcción
de los géneros. En el imaginario heteropatriarcal, la fertilidad es una virtud
central en las mujeres, y en los hombres. La narrativa de los soldaditos
compitiendo para conquistar el óvulo explica que muchos hombres presuman cuando
dejan embarazada a su pareja a la primera. Un hombre estéril es, en este
imaginario, menos hombre. Decimos que cuando a una mujer (a una hembra, en
realidad) se le extirpa el útero, queda “vacía”.
Otro reproche a las familias de intención es que son
gente que no sabe encajar la frustración. Si no puedes tener hijos, no puedes y
punto. Ha ocurrido toda la vida. Pero la dificultad para tener hijos no es un
problema individual y biológico. Como dice Silvia Nanclares, autora de la
novela sobre maternidad tardía '¿Quién quiere ser madre?', “la infertilidad es
una patología social, un síntoma de nuestra sociedad”. Sigue Nanclares: “El
Estado ha contribuido a ello, con la toxicidad ambiental, permitiendo que la
alimentación nos dañe, con la precariedad laboral por la que ninguna mujer de
35 años se atreve a irse de baja para tener un hijo. Por eso creo que podemos
pedir cuentas al Estado: no es que me haya quedado rezagada sino que nada me lo
estaba facilitando”.
España es el tercer país del mundo líder en
tratamientos de fertilidad, lo cual denota que tenemos un desaguisado
importante respecto a la reproducción. Es paradójico: tener hijos es un mandato
social que, al mismo tiempo, resulta cada vez más difícil de cumplir. No todo
es culpa del Estado y sus políticas austericidas. El desajuste entre madurez
vital y biológica tiene un componente cultural importante. Incluso cuando las
condiciones económicas acompañan, la mayoría de personas no nos sentimos
“preparadas” para tener hijos hasta bien entrada la treintena. Silvia Nanclares
afirma que “si se crea un proyecto social donde la maternidad gozase de
reconocimiento, creo que comenzaríamos antes”. Y añade: “También tenemos un
tomate muy gordo con el discurso del disfrute, de querer acumular experiencias,
que entra en contradicción con lo que significa cuidar”. No sé si prestigiar la
maternidad y los cuidados en clave feminista sería la clave, pero no estaría de
más darle una vuelta.
En vez de culpabilizar a las familias y agravar el
estigma de la infertilidad con un nuevo estigma (familias narcisistas que
explotan a mujeres), creo que convendría ver cómo podemos resquebrajar un
sistema capitalista, productivista, incompatible con la vida, que boicotea la
reproducción y los cuidados para ofrecernos, en el último minuto, una solución mercantilizada
a nuestros problemas de fertilidad.
2. Repensar la adopción
Está circulando por Facebook un vídeo en el que una
portavoz de Ezker Anitza (Izquierda Unida en Euskadi) argumenta su
posicionamiento contrario a la gestación subrogada y dice: “Estamos dispuestas
a trabajar para que la adopción se agilice y sea el camino para que se cumplan
los deseo de los padres y de las madres, y también se cumpla el derecho, la
necesidad, de los niños y de las niñas que están buscando un hogar”.
La Red Estatal contra el Alquiler de Vientres (RECAV)
también defiende la adopción como la alternativa a la gestación subrogada. Creo
que esta argumentación conlleva el desconocimiento, o al menos la omisión,
sobre la realidad de la adopción. Es un relato simplista y edulcorado en el que
urge hilar más fino.
En primer lugar, resulta incoherente que las mismas
personas que se oponen a “comprar bebés alquilando vientres de mujeres”,
banalicen lo que implica la adopción, obviando que las lógicas colonialistas,
racistas y clasistas que operan también en este ámbito. En Guatemala, por poner
el ejemplo en el que puedo aportar datos, se estima que antes de la aprobación
de una Ley de Adopciones en 2007, 35.000 bebés fueron vendidos a personas
extranjeras por un precio medio de 25.000 dólares; un negocio lucrativo basado
en la trata. Con precedentes como éste, ¿en serio alguien cree que lo que hay
que hacer es "agilizar" que las familias españolas dispongan de niñas
y niños para adoptar?.
20.000 familias que tienen el certificado de
idoneidad en España (basado, por cierto, en criterios en los que también opera
la clase social) y sin embargo, hay una media de 3.000 adopciones anuales.
China y Etiopía, dos de los países en los que más adoptaban las familias
españolas, han cerrado la puerta a las adopciones internacionales, promoviendo
la adopción nacional. ¿Es una mala noticia que los países del Norte tengan cada
vez más dificultades para adoptar a criaturas de los países de lo que algunas
siguen llamando "tercer mundo"? .
Además, se pasa por alto que los países en los que
España tramita adopciones no aceptan a las parejas homosexuales (salvo que
prueben a que una de las dos personas lo solicite como familia monoparental).
Dicho sea de paso, esta traba también está presente en varios de los países en
los que se permite la gestación subrogada, así como la exigencia de que las
parejas heterosexuales estén casadas.
Tanto en adopción internacional como en nacional, las
solicitudes se han desplomado porque las criaturas adoptables son las que
tienen más de 6 años o alguna "necesidad especial": discapacidad,
enfermedad crónica, VIH... El reproche de que pocas familias acepten ese perfil
resulta injusto en un país en el que se ha desmantelado la sanidad pública y la
ayuda a la dependencia, que suspende en educación en la diversidad, y en el que
el trabajo de cuidados (incluido el emocional) recae sobre todo en las mujeres.
En el caso de la adopción nacional, las activistas
antirracistas alertan de los sesgos racistas y clasistas que tienen los
servicios sociales cuando deciden que una familia no es apta para cuidar a sus
criaturas. Esos sesgos conllevan que las familias gitanas y migradas estén más
expuestas a perder la patria potestad de sus criaturas.
Pasado el boom de las adopciones por parte de
familias españolas, este puede ser un buen momento para una reflexión más
profunda, propone la investigadora Beatriz San Román. Alicia Murillo (que, como
madre de acogida permanente, habla con conocimiento de causa) está resumiendo
bien en su Facebook el error de recomendar a la ligera la adopción a las
personas con problemas de fertilidad.
3. Promover la diversidad familiar
Según un estudio que Cadena Ser difundió a bombo y
platillo, la gestación subrogada por parte de parejas heterosexuales goza de
mayor aprobación social que cuando la familia de intención es homoparental o
monoparental. Podríamos pensar que la gestación subrogada supone una grieta en
el modelo de familia tradicional nuclear, pero vemos cómo los relatos que
predominan refuerzan el modelo heteronormativo.
La ciudadanía empatiza con el drama de que una pareja
heterosexual no puede tener hijos. En el caso de los homosexuales, podríamos
pensar que esa imagen de la pareja con hijos “propios” es normalizadora, pero
en el discurso del feminismo movilizado contra el “alquiler de vientres”,
también asoma la homofobia cuando se asocia la gestación subrogada con el capitalismo
rosa o cuando se considera que los activistas gays no tienen que participar en
el debate feminista porque son “hombres opinando sobre el cuerpo de las
mujeres”.
En todo caso, me interesa apuntar a otras
direcciones, a los elementos que frenan crianzas alternativas. En un debate
feminista sobre gestación subrogada celebrado recientemente en Bilbao, salió la
cuestión de por qué los maricas y las bolleras no llegamos a acuerdos para
tener hijos juntos. Desde la perspectiva de las lesbianas, que es la que me
corresponde, las sentencias favorables al hombre que dona semen a sus amigas
lesbianas y después reclama la patria potestad han provocado que muchas
descarten esta opción. Las asociaciones LGTB (al menos la que yo he consultado)
advierten de que sólo es buena idea si todas las partes están de acuerdo en que
sea una coparentalidad. Pero esa fórmula no goza de reconocimiento
institucional.
Por ahora, en España no es posible inscribir en el
Registro Civil a un bebé con dos madres y un padre, con dos madres y dos
padres, o con dos padres y una madre. Es más, cuando las que van a inscribir al
bebé son dos madres, se exige que estén casadas y que aporten un certificado
que demuestre que el bebé ha sido concebido por inseminación u otra técnica de
reproducción asistida en un centro público o en una clínica privada. No se
trata de resignarnos sino de ver cómo lograr el reconocimiento a la diversidad
familiar que introducen las personas que mantienen relaciones poliamorosas,
fórmulas de cocrianza, etc. Podemos desobedecer. Dos mujeres de Alicante han conseguido inscribir a su bebé
sin cumplir ese requisito, alegando su derecho a la intimidad.
Cuando se habla de regular la gestación subrogada
aceptando sólo la altruista, realmente dudo de que esto se haga de manera que
propicie nuevos modelos familiares. Me gustaría imaginar crianzas en tribu en
las que la gestante no es necesariamente la madre legal pero sí una persona
involucrada emocionalmente en ese proyecto. Pero me temo que, si prospera lo de
la gestación altruista, va a ser una nueva trampa para pagar menos a las
mujeres por un servicio que compromete su salud física y emocional.
4. Prestar atención a la industria de la reproducción
asistida
En las marquesinas, en el metro, en fachadas de
edificios en obras: la omnipresente publicidad de las clínicas de fertilidad
demuestra el estado boyante y en alza de esta industria. España es uno de los
países que lideran este sector no sólo debido al problema de fertilidad que he
expuesto en el punto 1, sino porque se realizan técnicas que en otros países no
están permitidas, como el método ROPA en el caso de las parejas de lesbianas
(una pone el óvulo y la otra lo gesta). El debate de la gestación subrogada
debería servir para revisar las condiciones en las que las mujeres donan
óvulos, y viceversa, como explicó
Sara Lafuente Funes en el Periódico Diagonal.
Aunque ésta [la gestación subrogada] y la donación de
óvulos sean prácticas diferentes, con un nivel de riesgo, implicación corporal,
temporal y vital muy disímil, la experiencia acumulada en torno a la donación
de óvulos puede dar pistas para pensar qué hacer. Si bien la regulación
establece la donación como contrato gratuito, en la práctica se asume que sin
compensación económica –de entre 600 y 1.000 euros– no habría prácticamente
donaciones y el modelo actual no sería posible. ¿Es éste el modelo de gestación
altruista que se propone? ¿Qué implicaciones pueden tener estas compensaciones?
¿Por qué se pone el acento en ellas y no en la posibilidad de generar mercados
o lucro a partir de las mismas?.
Legalizar la gestación subrogada por vía altruista
sin haber enfrentado cómo ésta está funcionando en la donación de óvulos corre
el riesgo de generar nichos laborales precarizados y no reconocidos como tales.
El feminismo bien podría revisar los mensajes de las
clínicas de fertilidad dirigen tanto a las donantes potenciales (mujeres
precarias que son desinformadas y en las que se apela a su solidaridad; lo
mismo que ocurriría con la gestación subrogada) como a las mujeres solas o con
problemas de fertilidad, a quienes se les promete un embarazo que no está ni
mucho menos asegurado (si os fijáis, los anuncios no se dirigen a las parejas
de lesbianas, aunque seamos un nicho de mercado importante).
"En torno a la reproducción asistida se ha
construido una narrativa, y una economía, en la que la reproducción puede
asistirse y la infertilidad curarse, pero las tasas de éxito continúan siendo
muy bajas y los procesos muy arduos", señala Lafuente Funes. Recurrir a
técnicas como la ovodonación, la donación de gametos masculinos o la
implantación de embriones donados por otras personas también es un gran tabú
social. Las mujeres que recurren a la reproducción asistida están poniendo
encima de la mesa cuestiones como poder inseminarse sin estimulación ovárica en
la sanidad pública o tener mayor control sobre los embriones excedentes en una
fecundación in vitro.
Si vamos a permitir que se abra un mercado en el que
la industria de la reproducción asistida salga fortalecida, bien debemos
empezar a prestar atención a sus mensajes y prácticas. Si nos oponemos a él,
igualmente debiéramos preocuparnos por el impacto que esta industria tiene en
el cuerpo de las mujeres y su papel en este desaguisado de la infertilidad que
he apuntado anteriormente.
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