viernes, 31 de julio de 2015
Las mujeres que aprendieron a defender su clítoris
La comunidad embera-chamí lucha por erradicar la
ablación en Colombia, el único país americano donde se ha registrado esta
práctica. Autoridades gubernamentales e indígenas optan por una transformación
cultural que durará décadas.
Norfilia Caizales no supo que le faltaba una parte de
su cuerpo hasta hace unos años. Fue una buena mujer desde niña. Su madre le
enseñó a moler maíz, a amasar arepas y a cargar con la casa, pero no a tener
hijos. Con eso se encontró después. Su aparato reproductivo fue siempre un
misterio, no sabía qué era la regla ni dejó que su esposo la tocara hasta que,
confusa, un mes después de casarse fue a ver a un cura que la consoló cuando le
dijo que el contacto dentro del matrimonio no es pecado.
Las mujeres embera-chamí viven escondidas de su propio
cuerpo. Es sagrado, como una flor que se marchita si ve la luz. Es un objeto
frágil del que salen las criaturas que mantienen viva la comunidad. Dentro de
esta reserva, donde la tradición es la ley, las mujeres de esta etnia han
perpetuado con naturalidad durante siglos, no se sabe cuántos, una práctica que
nadie sabe con exactitud cuándo empezó a practicarse en América: la ablación de
clítoris.
En 2007, los embera-chamí rompieron un conjuro, una
especie de mal de ojo. Ese año, una niña falleció en el hospital de Pueblo
Rico, en el departamento de Risaralda, en el centro de Colombia, donde viven
unos 25.000 emberas. Esa muerte puso al país, y al continente, en el mapa de la
mutilación genital femenina, que se pensaba restringida a África y Asia. El
médico que atendió a la niña se dio cuenta de que le faltaba el clítoris. El
caso abrió la caja de los horrores. Aparecieron otras niñas mutiladas y se supo
que la mayoría de las mujeres de esa comunidad lo estaban. La sociedad volteó a
ver a estos indígenas. Los llamaron salvajes, impíos, violentos y empezó la
lucha por su erradicación.
Norfilia Caizales no sabía tampoco que la parte que
faltaba en su cuerpo era el clítoris. No sabía para qué sirve ni para qué se lo
quitaron. Ahora, con una lucidez deslumbrante, casi revolucionaria, quiere ser
partera para que ninguna otra niña vuelva a pasar por esto en Colombia.
Las parteras
Las parteras son las mujeres que ayudan a las
embarazadas a traer niños a la vida. Son, por su sabiduría, un tipo de
autoridad para los indígenas similar, aunque inferior, al sus médicos, que
llaman jaibanás. Ellas saben qué debe comer una mujer encinta para que el bebé
crezca sano y cuerdo. Saben cuál es el proceso del parto y qué preparado de
hierbas y remedios aplicar en cada momento, algo que mantienen en secreto. Y
saben también que a la mayoría de las mujeres embera-chamí les falta el
clítoris, aunque nunca lo hubieran llamado así.
El cuerpo de la mujer es tan privado que el sexo solo
se da en la oscuridad y los hombres no pueden ver cómo nacen sus hijos. La
embarazada se arropa en su madre, su abuela y la partera. Solo ellas saben cómo
hacerlo y, cuando llega el momento, se transmiten el conocimiento de generación
en generación. “Mi mamá me enseñó que para tener el bebé tenía que abrir las
piernas, poner mi mano y esperar. Unos 20 minutos, hasta que el ombligo se
vacía. Entonces lo cortas y haces el nudo”, cuenta en una cafetería de Bogotá
una desplazada que tuvo a sus hijas sola, en el baño de su casa, lejos de todo,
en alguna de las veredas de Pueblo Rico hace tres lustros. Ni siquiera las
parteras alcanzan a llegar a todos los nacimientos. El centro de salud más
cercano puede estar a algunos días de viaje, un camino que comienza a pie o
sobre el lomo de algún animal en la selva, donde viven en tierras comunitarias,
y sigue por carretera. Ella hace oidos sordos cuando se le habla de la
“curación”. Así se refieren a la mutilación.
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