domingo, 20 de abril de 2014
Lo que no se dice del aborto
Desde que en diciembre pasado el Consejo de Ministros aprobó un
anteproyecto de ley sobre el aborto, el debate no cesa. Y sin embargo, no solo
no se ha dicho todo, sino que siguen en la sombra tres figuras fundamentales:
la mujer prostituida, el padre del nasciturus, y especialmente —aunque les
sorprenda— la madre.
Vamos con la primera. Hasta el más despiadado antiabortista
entiende que es una intolerable violencia obligar a una mujer a dar a luz al
hijo concebido en su cuerpo por un desconocido al que ella no deseaba: de ahí
que el anteproyecto permita abortar a la mujer violada. Pero ¿y la prostituta?
Si se queda embarazada, ¿no lo estará también del hijo de un desconocido con el
que tuvo una relación sexual no deseada (aunque la consintiera por dinero)? ¿Y
no hay muchas más mujeres prostituidas que violadas? ¿Por qué, entonces, el
anteproyecto contempla el supuesto de violación —único en que la voluntad de la
mujer basta para que sea legal abortar—, pero no el de prostitución? La
respuesta, me temo, es muy sencilla: porque quienes lo inspiran pertenecen a la
clase y género dominantes. “Sus” mujeres, las de su estatus social, no se
prostituyen, pero pueden ser violadas: de ahí que solo esto último les
preocupe. Y ellos, siendo varones, nunca conocerán la prostitución… salvo quizá
como clientes. Los mismos diarios que en nombre de la moral católica claman
contra el aborto, no tienen inconveniente en publicar anuncios de “Contactos”.
Y si de resultas de esa actividad, las prostitutas se quedan embarazadas, que
se las arreglen.
Segunda figura ausente: la del padre. El debate del aborto se
plantea como un dilema entre los derechos del nasciturus y los de la mujer
embarazada, sin que el caballero que ha contribuido, es de suponer, al
embarazo, sea mencionado siquiera. Por supuesto, es la mujer quien debería
tener la última palabra, pues es su futuro el que está en juego más que el de
cualquier otra persona (el nasciturus no es persona, aunque pueda llegar a
serlo). Pero lo sorprendente es que el mismo anteproyecto que pretende obligar
a la mujer, contra su voluntad, a ser madre, no impone al padre responsabilidad
alguna.
Así, y siempre según el anteproyecto, en caso de concepción no
deseada, el papel de padre es voluntario (para obligarle a asumirlo habría que
recurrir a los tribunales); el de madre, automáticamente obligatorio. El único
consentimiento que el anteproyecto considera relevante en el caso de la mujer
es el relativo al sexo. Si ella se negó a la relación sexual, se le concede el
derecho a interrumpir el embarazo. Si por el contrario tuvo relaciones sexuales
voluntarias, y se quedó involuntariamente embarazada, que cargue con el
embarazo, el parto, la maternidad. No me dirán que todo esto no se parece mucho
a la vieja división de las mujeres en dos grupos: las castas, dignas de
respeto, y las putas, a las que se castiga.
Pero sobre todo, la figura que falta en el debate, como dije, es
la madre. Me explico: ¿recuerdan esa imagen tremendista —de propaganda en
contra del aborto— que muestra una mano alzando victoriosamente un bebé
ensangrentado? Estupendo; ¿y después? ¿A ese bebé, quién va a cambiarle los
pañales, llevarle al colegio, al médico, al dentista; quién va a sacrificar por
ella o él noches de sueño, oportunidades de empleo, viajes, parejas; quién va a
mantenerlo durante 18 años? ¿El padre? Ya vimos que si no quiere, va a ser muy
difícil que lo haga. ¿El Estado?
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